1.11.10


VINDICACIÓN DE LA PANTPÁGINA
Vicente Luis Mora

yo he vivido
demasiado tiempo al otro lado de la pantalla
mirando el amor por los anuncios
Pablo García Casado, Las afueras

me sumergí en los mundos que se abrían al otro lado de la pantalla
Eduardo Lago, Ladrón de mapas

después de todo, quizá sea más reparador incorporarme a las hordas de zombis, vivir al otro lado de la pantalla, que consumirme aquí, en el mundo de los mortales
Juan Manuel de Prada, El silencio del patinador
Me pide Sergio Gaspar un texto sobre mi nueva novela. Vamos a comenzar dando un rodeo, y pido disculpas por ello, pero el ensayo gusta más del merodeo que del acoso.
Creo que todos, en mayor o menor medida, podemos aceptar que este párrafo del antropólogo francés Marc Augé no va muy desencaminado: “La imagen puede ser el nuevo opio del pueblo. Vivimos en un mundo de reconocimiento, no de conocimiento. Se vive realmente a través de la pantalla. Los medios de comunicación deben ser objeto de educación, no sólo un canal de información. Sólo entiendes la manipulación de las imágenes al hacer una película. Hay que aprender a leer y a escribir y también a leer y a hacer imágenes” [1]. La frase satisface a los tecnófobos (por su crítica abierta), a los tecnófilos (por cuanto, negativamente, concede a la pantalla un importancia capital) y también a quienes estamos en el nicomaqueo punto medio, conscientes del avance que suponen ciertos descubrimientos aunque siendo implacables con sus peligros y amenazas. Un lugar, creo que sensato, en el que también estarían otros narradores como Ricardo Menéndez Salmón, que dedica este excelente párrafo a la pantalla y sus repercusiones:

Estamos tan acostumbrados a que el televisor sea nuestro mediador con lo que sucede, nuestro heraldo y maestro de ceremonias, el Gran Hermano que todo lo ve, que cuando el horror penetra en nuestra casa a través de su pantalla no parece un horror tan importuno como el que nos asalta en un accidente de tráfico o durante la visita a un pabellón de esquizofrénicos. De hecho, muchos adultos sólo conocen la muerte a través del televisor, como los esclavos de la caverna sólo conocían los objetos a través de su reflejo en la pared. [2]

Es una evidencia que vivimos enfrentados a las pantallas. Delante de una de ellas escribo este texto; delante de otra usted lo lee. Trabajamos la mayoría de nosotros frente a una pantalla, la del ordenador personal, y pasamos entre dos y cuatro horas de nuestro tiempo de ocio frente a otra, la del televisor. Por no hablar de las pantallas de los cajeros automáticos, las pantallas de los expendedores de billetes de metro, de los escaparates, de los circuitos cerrados de los autobuses urbanos, de los bares, de los gimnasios, de las tiendas, de publicidad de las grandes ciudades, así como las pequeñas pantallas o displays de nuestros teléfonos móviles, de nuestros lectores digitales, de nuestros iPods, de nuestras agendas Blackberry, de nuestros microondas y lavadoras, de nuestros videojuegos o deuvedés portátiles y un inacabable etcétera. Algunas urbes como Kioto, Nueva York, Buenos Aires, Hong Kong o Londres dan la razón a Iain Chambers cuando describe a la ciudad como una “pantalla gigante”, apelando a su capacidad audiovisual, polimórfica, polisígnica, repleta de contenidos informativos o publicitarios destinados a los ojos. Somos lo que miramos, y miramos pantallas. Esto tiene numerosas consecuencias psicológicas, metafísicas, sociológicas, políticas y artísticas que examinamos en otro lugar, porque hoy no queremos hablar tanto de la influencia de las pantallas en nuestra vida como de su influencia en nuestra literatura y en nuestro modo de leer.

Desde hace tiempo, como he expuesto en varios lugares, la página del libro se ha convertido en una pantalla. Filósofos, neurobiólogos y otros científicos están debatiendo airadamente –pueden seguirse en Internet las cadenas de artículos y refutaciones entre Steven Pinker, Nicholas Carr, Douglas Roushkoff y otros aquí [3]– sobre las exactas consecuencias que los medios de comunicación y entretenimiento están produciendo sobre la estructura de nuestro cerebro; pero el debate hace referencia a formas o a grados de penetración: en ningún caso ningún neurobiólogo cuestiona que no se esté produciendo ningún cambio… Parece un tema importante, ¿no? Parece algo capital para nuestra comprensión del mundo, para nuestra percepción y, en consecuencia, parece algo medular para nuestro ser, para clarificar qué sea nuestro yo, para poder hablar sobre él, para poder afrontar una escritura que realmente sea consciente de qué significan palabras como observar, comprender, asimilar, aprehender, retener, prestar atención, interpretar, explicar, contar o narrar, ¿verdad? Eso significa, en consecuencia, que los escritores, pensadores y críticos literarios de nuestro país estarán pendientes de estos debates, estarán tomando notas y estarán intentando extraer consecuencias de todos estos cambios, ¿no es así? Se colige que, por la esencialidad de estos acuciantes problemas que atañen a lo más importante que tenemos como escritores, pensadores y hombres de cultura, esto es: nuestro cerebro y su estructura, su manera de construir y expresar el pensamiento, estos hombres de las letras dedicarán su tiempo libre a entender el poder de las pantallas, los efectos de sus ondas en el cerebro, el modo en que el cerebro procesa la información audiovisual y la diferencia entre la forma actual de hacerlo y la de hace quince años, las formas de atención, el impacto de la fragmentariedad informativa, la capacidad de respuesta de nuestro lenguaje. ¿Cierto?

Sigan soñando.

Hace tiempo que ya no me pregunto sobre los narradores españoles, como hacía al principio de La luz nueva (2007): “¿Qué leen? ¿Qué les preocupa? ¿En qué piensan? ¿Qué concepto tienen de su mundo, y de su tiempo?”. Tampoco me preocupa ya, salvo en un par de casos, qué estudian o qué leen los críticos españoles. Por mi parte, me dedico apartadamente a mis cosas.

Un sector de las cosas que me interesan es el relativo a las pantallas, nuestra influencia en ellas y su influencia de retorno en nosotros. Y, retomando lo que decía antes de sufrir mi mensual ataque de estupefacción, la página literaria es ahora una pantalla, y lo es en al menos dos sentidos.

Uno, impepinable, es que ya no leemos como San Ambrosio, según la descripción agustiniana, sino que leemos la página como si fuera una pantalla. Esto no quiere decir que no seamos capaces de leer las palabras de izquierda a derecha y de arriba abajo (dependiendo de la lengua de lectura), sino que esta es la más común pero no la única manera en que lo hacemos, y de hecho nuestro cerebro antes de comenzar a leer la primera línea procesa brevísimamente la página entera, por si de la información visual completa pudiera desprenderse algún tipo de mensaje o código ideográfico. No lo digo yo, lo dicen los neurocientíficos… y el sentido común ya lo decía antes de que ellos realizasen sus pruebas.

Dos, menos habitual, pero también documentable empíricamente, es que para muchos escritores la página se ha convertido en una pantalla. Se escriben páginas teniendo clara su condición de imagen (desde Sterne o desde Simmias, según los siglos o milenios que queramos echarnos atrás), pero en nuestro día esa imagen ya no apela (como en Sterne o en los golpes de dados mallarmeanos o en los caligramas de Apollinaire), a la imagen estática de la pintura, sino que se refiere a la imagen construida, temporal o dinámica proveniente de los medios de comunicación de masas. Doy por hecho que el lector ha leído a Deleuze, Didi-Huberman, Flusser, Maldonado, Barthes, Molinuevo, Rodríguez de la Flor, Brea y demás teóricos de la imagen, porque la imagen es muy importante también en nuestros días y en nuestra formación y sé que los escritores y críticos españoles, sobre todo los últimos, saben muchísimo de todo, incluso de literatura. De ahí que escritores muy dispares de distintos países sean ya conscientes desde hace algún tiempo de que el futuro de la literatura no sólo pasa por las pantallas de los ebooks (pantalla como soporte) sino que también pasa por la pantalla, entendida a su vez de dos formas, como destino y como marco.

La pantalla como destino ya saben lo que es: escribir narrativa para cine, para televisión o para videojuegos. Cada vez hay más personas inteligentes que reconocen que hay narrativa de verdad en los medios actuales, y que Faulkner era igual de brillante en Las palmeras salvajes que en su adaptación de El sueño eterno para la gran pantalla; quizá no falte quien diga que incluso tiene más talento en la segunda, pero no seré yo porque ya estoy haciendo suficientes amigos con el resto del artículo. Decía que cada vez más gente sensata reconoce que hay series e incluso videojuegos con unas narrativas elaboradas, fantásticas y complejas, lo que nos tranquiliza porque hubo un momento en que nos llamaban locos a quienes lo decíamos desde el principio. Pues en estos casos la pantalla es más un destino que un marco de la escritura.

De esto queremos hablar, no de la pantalla como destino, sino como marco. En realidad íbamos a hablar de Alba Cromm (2010, disculpen la interrupción publicitaria), que es lo que nos pidió Sergio Gaspar, nuestro generoso anfitrión, pero siempre encontramos algo más interesante para reflexionar que la obra propia (como le sucede, bien es sabido, a todos los escritores). La pantalla como marco nos deja por fin abierta la referencia a ese extraño neologismo, la Pantpágina, con el que hemos titulado esta deriva logorreica. Pantpágina es la abreviatura de pantalla y página, que también podría haber sido Pantapágina o Pagtalla, si no dieran pábulo estas últimas monstruosidades terminológicas a ciertos bufones, muy abundantes en la vida intelectual española, que en vez de publicar ensayos o teoría se dedican a hacer chistes y juegos de palabras sobre el pensamiento de los demás. Pantpágina evita los chistes –creo, son tan ingeniosos estos chicos– y, sobre todo, enfatiza el prefijo pan, palabra griega que significa todo y que es muy querida para nosotros por haber dado pie a otro neologismo teórico, Pangea (Fundación José Manuel Lara, 2006), con el que comenzamos nuestra investigación en marcha sobre todos estos temas (el crítico debe inventar su lenguaje, como el escritor debe recrear su lengua literaria o como la Filosofía, lo dijo Wittgenstein, es una “crítica del lenguaje”; la crítica literaria debe ser la crítica de la crítica del lenguaje, una metacrítica del discurso).

La Pantpágina es una página total, lo que apela a su condición de marco, de recipiente u odre en el que el narrador o poeta actual puede introducir no sólo todo lo que quiera, sino todo lo que hay (si bien no en la misma página, evidentemente). Es decir, del mismo modo en que una pantalla de televisión puede emitir de forma sucesiva todo lo que existe (si son conceptos abstractos basta con que alguien aparezca en la pantalla apelando a ellos), incluida a sí misma, como en algunas de las piezas de Nam June Paik, la página para algunos narradores es el lugar metafísico donde comienza el retrato total del mundo en que nos encontramos. Para ello los mecanismos de reproducción serán unas veces textuales o más bien escritos (entendemos el texto de la manera más amplia posible, el internexto aquí [4] descrito), otras visuales, y otras indistintamente escritos y visuales. La tecnología actual permitirá en breve que en los libros electrónicos la Pantpágina pueda contener todo esto: palabras, imagen estática, imagen en movimiento, sonido y enlaces hipertextuales vía internet, todo junto o por separado. Es decir, gracias al ebook la literatura va a ser una forma de arte total como lo eran el cine o la ópera, si bien ni el cine ni la ópera podían enlazarse en tiempo real de forma interactiva con otras películas o composiciones (propias o ajenas). Por favor, espero que nadie compare una “referencia” o una “cita intertextual” con un hiperenlace digital: supongo que todos ustedes han leído a G. P. Landow y por eso saben ya que las referencias intertextuales las hacen sólo los directores o escritores dentro del texto o filme original, mientras que en el enlace hipertextual es cualquier receptor (el lector, en este caso) quien dirige el proceso interactivo de ampliación de horizonte creativo o alusivo, creando lecturas (u obras) distintas. Es decir, que la literatura va a ser en apenas unos meses –o puede llegar a ser– la forma de arte total más completa y compleja de toda la historia de la humanidad, quitando la razón a los agoreros que decían que la literatura iba a desaparecer. No, ni la literatura ni la novela ni la poesía van a desaparecer, porque todas las circunstancias, como siempre, desde siempre, son favorables a que tenga un lugar de privilegio. No predominante, de acuerdo, pero sí destacado. Hay muchas circunstancias que animan a defender esta polémica hipótesis; por no extendernos citaremos sólo la más importante, la última Thule racional que explica por qué ha existido literatura (oral o escrita) desde que el hombre ha configurado satisfactoriamente su lenguaje, hace 600.000 años para las formas más embrionarias o 35.000 para las más próximas a las nuestras:
Porque la literatura es la forma más sencilla, rápida, barata y directa que existe de hacer arte comunicable.
Se hace en su forma más básica con algo que todo el mundo tiene, como apuntó con su agudeza habitual Karl Kraus: palabras.
En nuestros días, cuando no sólo la recepción, sino también la creación de imágenes se ha vuelto sencilla y hasta las abuelas más longevas son capaces de hacer fotos digitales con soltura, la imagen también puede incorporarse, y lo está haciendo de modo natural, a la expresión artística comunicable de contenidos. Ello implica que la construcción del discurso textovisual es asequible y, lo que es más importante, no sólo todo el mundo puede hacerla, sino que todo el mundo la comprende de forma instantánea y natural, puesto que los periódicos y revistas primero y la televisión después ya nos ha acostumbrado desde hace décadas a ver imágenes y texto sin solución de continuidad. La conclusión es todo un cosmos de formas novedosas de literatura compuestas de pantpáginas: novelas como Only Revolutions, de Mark Danielevski, que ya no se leen, sino que se navegan (Germán Sierra dixit); libros configurados como bases de datos (Lev Manovich); libros en que la imagen es tan o más significativa que las palabras empleadas (Salvador Plascencia, Carlos Labbé, Javier Fernández, Jonathan Safran Foer); libros construidos (César Gutiérrez, 80M84RD3R0); proyectos literarios con vídeo real (trilogía Nocilla, de Fernández Mallo) o reproduciendo vídeos falsos de Youtube (Crónica de viaje, de Jorge Carrión); novelas con doble versión, digital y en libro (Gamer Theory, de McKenzie Wark; El libro flotante de Caytran Dölphyn, de Leonardo Valencia); novelas gráficas; blogonovelas (Claudia Apablaza, Cristina Rivera Garza, Hernán Casciari, Claudia Ulloa); novelas organizadas como una revista que requieren de Internet para ser entendidas por completo (una aparecida en Seix Barral este año), etc. Como puede verse, hay autores de muchos países distintos involucrados en este proceso cuántico (disculpen la metáfora científica gratuita, o quizá no tan gratuita) que lleva del texto tradicional a la Pantpágina.
Queda por decir qué opina la crítica española al uso de todo esto, en el dudoso caso de que la crítica española al uso haya leído alguno de los libros anteriormente citados (o haya leído los libros, recorrido los cómics, visto las películas o visitado las páginas web que hacen falta para entender aquéllos); pero para eso está el maestro Brecht, que tiene el rarísimo valor de dejar en tres líneas al descubierto todas las hipocresías, falsedades, ignorancias y anacronismos que laten debajo de una situación concreta. La cita de hoy de Brecht es ésta:
“Desde el punto de vista puramente formal, la nueva crítica ha de analizar qué falsificaciones de la realidad se pueden producir cuando se emplean determinadas formas artísticas (viejas)” [5].
Entendamos la gravedad del problema: la crítica literaria española al uso…
¡Aplaude y apoya las formas viejas y pone en cuestión las nuevas!
¡Las nuevas!
Muchos abrazos a todos.

NOTAS
[1] Marc Augé, entrevistado por El País, 23/06/2007, p. 52.
[2] Ricardo Menéndez Salmón, El corrector; Seix Barral, Barcelona, 2009, p. 33.
[3] http://www.edge.org/discourse/mind_media.html
[4] http://vicenteluismora.blogspot.com/2010/05/el-concepto-de-internexto.html

Vicente Luis Mora (Córdoba, España, 1970) es Doctor en Literatura Española Contemporánea y ejerce la crítica en su blog Diario de Lecturas y en revistas como Ínsula, Quimera, Mercurio, Clarín, Siglo XXI, Cuadernos del Sur y varios medios digitales. Ha publicado la novela Alba Cromm (Seix Barral, 2010), el libro de relatos Subterráneos (DVD, 2006, premio Andalucía Joven de Narrativa 2005), la novela en marcha Circular 07. Las afueras (Berenice, 2007), y los ensayos Singularidades. Ética y poética de la literatura española actual (Bartleby, 2006), Pangea. Internet, blogs y comunicación en un mundo nuevo (Fundación José Manuel Lara, 2006), La luz nueva. Singularidades de la narrativa española actual (Berenice, 2007), y Pasadizos. Espacios simbólicos entre arte y literatura (I Premio Málaga de Ensayo, Páginas de Espuma, 2008). Sus últimos poemarios hasta el momento son Nova (Pre-Textos, 2003), Construcción (Pre-Textos, 2005) y Tiempo (Pre-Textos, 2009).

1 comentario:

PULSA EL GATILLO